La Soga

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La Soga

         ¿Somos tan conmovedores? El presidente Bush se ha conmovido con el drama del Uruguay, aunque no hay ningún indicio de que él pueda ubicar a nuestro país en el mapa. ¿Será que le tocó el corazón la abnegación de nuestro presidente, ese buen hombre siempre listo para servir en la primera línea de fuego contra Cuba, Argentina o lo que gusten mandar? Quién sabe. El hecho es que Bush dijo: «Hay que echar una mano». Y a continuación dijeron exactamente lo mismo los organismos internacionales de crédito, que cumplen la noble función del papagayo en el hombro del pirata.

          Entonces se reunieron, a contrarreloj, nuestros legisladores. Y por mayoría, una mayoría sorda a cualquier discusión, votaron en un santiamén la ley que dispara el tiro de gracia a la banca pública. La ley estaba bien fundamentada: o aprueban esto o la plata no llega. Y se torcieron los pescuezos buscando al avión que venía del cielo. Los dólares no viajaron en avión, pero llegaron: «mil quinientos millones de dolores», dijo el embajador de Estados Unidos, que no habla una palabra de español. El error confesó la verdad. En la cuna, los países latinoamericanos nacieron a la vida independiente hipotecados por la banca británica.

          Dos siglos después, un taxista de Montevideo me comenta: «Dicen que Dios proveerá. Se creen que Dios dirige el Fondo Monetario».

          Con el tiempo, hemos ido cambiando de acreedores. Y ahora debemos mucho más. Cuanto más pagamos, más debemos; y cuanto más debemos, menos decidimos. Secuestrados por la banca extranjera, ya no podemos ni respirar sin permiso. Los latinoamericanos vivimos para pagar los llamados «servicios de deuda», al servicio de una deuda que se multiplica como coneja. La deuda crece en cuatro dólares por cada nuevo dólar que recibimos, pero celebramos cada nuevo dólar como si fuera milagro. Y como si la soga, destinada a apretar el pescuezo, pudiera servir para alzarnos desde el fondo del pozo.

          Desde hace unos cuantos años, Uruguay está dedicado a dejar de ser un país para convertirse en un banco con playas. Y Estados Unidos acaba de confirmarnos, por boca del embajador, esa función y ese destino. Así nos va. ¿Un país de servicios o un país que renuncia a ser país para entrar por la puerta de servicio al mundo globalizado? Linda manera de integrarnos al mercado, que nos integra desintegrándonos. Los bancos se funden, mientras los banqueros se enriquecen. El gobierno, gobernado, simula que gobierna. Fábricas cerradas, campos vacíos: producimos mendigos y policías. Y emigrantes. Hace cola toda la noche, en la calle, en pleno invierno, el gentío que busca pasaporte. Los jóvenes desandan, hacia España, hacia Italia, hacia donde sea, el camino que sus abuelos hicieron al revés.

          El ahorro es la base de la fortuna de los banqueros que lo usurpan. Este cine continuado ofrece, desde hace años, la misma película: bancos vaciados por sus dueños, pasivos incobrables que se descargan sobre la sociedad entera. Amparados por el secreto bancario, los magos de las finanzas desaparecen el dinero como la dictadura militar desaparecía a las personas.

          Su exitosa faena deja un tendal de ahorristas estafados y de empleados en la incertidumbre, y una deuda pública que cobra a todos el fraude de pocos. La banca privada, que ha merecido tantos salvatajes millonarios, presta dinero a quienes lo tienen y no a quienes lo necesitan, y está cada vez más divorciada de la producción y del trabajo, o de la poca producción y el poco trabajo que todavía nos quedan. Pero esta plaza financiera extraterrestre acaba de ser recompensada por la nueva ley que hiere de muerte a la banca del Estado.

          Si seguimos así, nada tendrá de raro que, más temprano que tarde, las empresas públicas terminen siendo nuestra única moneda de pago ante los vencimientos de la impagable deuda externa. Será algo así como una ejecución del Estado, fusilado por los acreedores. Y poco importará, entonces, la voluntad popular, que hace diez años se expresó contra las privatizaciones, en un plebiscito, por más del 70 por 100 de los votos.

          ¿Más Estado, menos Estado, casi ningún Estado? ¿Un Estado reducido a las funciones de vigilancia y castigo? ¿Castigo de quiénes? La dictadura financiera internacional obliga al desmantelamiento del Estado, pero sólo la omisión de los controles públicos puede explicar la escandalosa impunidad con que han sido desvalijados algunos bancos del Uruguay. «Los controladores no son adivinos», justificó un diputado oficialista. El último de los responsables de esa tarea incumplida es un primo del presidente de la República. Pero más elocuente resulta la caída en cascada de unas cuantas empresas gigantes en Estados Unidos. Al fin y al cabo, ocurre en el país que impone a los demás la llamada «desregulación», o sea: la obligación de hacer la vista gorda ante los tejes y manejes del mundo de los negocios. Acaban de ocurrir, allí, las mayores bancarrotas de la historia, confirmando que la tal «desregulación» deja las manos libres para mentir y robar en escala descomunal. Enron, WorldCom y otras corporaciones pudieron realizar con toda facilidad sus estafas colosales, haciendo pasar pérdidas por ganancias y cometiendo errorcitos contables por miles de millones de dólares.

          Me parecen peligrosas las medidas que ahora anuncia el presidente Bush contra los ejecutivos tramposos y sus cómplices. Si de veras las aplicara, y con retroactividad, podrían caer presos él y casi todo su gabinete.

          ¿Hasta cuándo los países latinoamericanos seguiremos aceptando las órdenes del mercado como si fueran una fatalidad del destino? ¿Hasta cuándo seguiremos implorando limosnas, a los codazos, en la cola de los suplicantes? ¿Hasta cuándo seguirá cada país apostando al sálvese quien pueda? ¿Cuándo terminaremos de convencernos de que la indignidad no paga? ¿Por qué no formamos un frente común para defender nuestros precios, si de sobra sabemos que se nos divide para reinar? ¿Por qué no hacemos frente, juntos, a la deuda usurera? ¿Qué poder tendría la soga si no encontrara pescuezo?

 

Eduardo Galeano

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